ART & PROSA


Había perdido las piernas, sin embargo Ella vino a buscarme.

Me encontró hecha mierda. Aunque quizá debería decir que apareció; no podía encontrarme porque mi estado era su propia existencia. Sólo que yo no había podido verla hasta el momento en que se asomó a mi campo de visión con su sonrisita burlona. Con ese placer despiadado que tantas veces admiré y odié.
-Ay, mi preciosa -me dijo, dulce y viperina-. ¿Qué ha pasado contigo? Mírate cómo estás...

-Aprendí a tener valor para llamarte -mascullé. Aún estaba masticando sangre y tejidos entre la saliva. Creo que había flotando un pedacito de diente-. Ya me has visto, márchate.

Su sonrisa se hizo más amplia. Se agachó a mi lado, acercándose a mis rodillas abrazadas. Tenía los nudillos arañados. Ella, sin embargo, seguía absolutamente pura en su perversión. Tan puta como siempre. Tan bella como siempre.

-No me voy a ninguna parte. Voy a quedarme aquí, contigo. Y voy a cuidarte y a mimarte tanto... preciosa, mi preciosa...

-De eso nada -le espeté, babeando la sangre que ya no podía contener-. Ya se acabó. No voy a seguirte el juego y a humillarme delante de ti otra vez. Ya no soy tu juguete. He crecido.

Se rió quedamente y se me erizó la piel bajo el sudor y la sangre. La muy zorra...

-Eso es lo que tú te crees, niña mala, niña mía. No puedes vivir sin mí.

-Vete a la mierda.

Todo fue un relámpago. Se me tiró encima con un sonido ronco, enseñando los dientes, y me clavó las uñas en un pezón. Grité.

-¿Qué te has creído, putita? -siseó, cerca de mi cara. Su aliento me ardía en los ojos-. ¿Que te vas a librar de mí sólo con tu voluntad?

Le escupí la sangre. Me aplastó contra el suelo y me clavó su puntiaguda rodilla en la boca del estómago, apretándome la mandíbula con una mano. Me pareció que sus uñas iban a traspasarme la mejilla de parte a parte. Se acercó a mi boca abierta, gruñendo como un perro, como si fuera a besarme, pero en el último momento retrocedió y me cruzó la cara. Dos veces. Me miró jadeando de rabia.

-Puta -susurré.

-¡Puta! -gritó, hundiéndome la rodilla con tanta virulencia que las babas sanguinolentas salpicaron mi cara y se me llenó la boca de bilis. No me dio tiempo a vomitar porque volvió a abofetearme y me arañó en los pechos, gritando de rabia. Alcé los brazos para golpearla, escupiéndole en medio de un torrente de blasfemias. Tardé un rato en darme cuenta de que algo no cuadraba. Me detuve.

Estaba llorando.

La empujé con asco, y me sorprendí al ver que su fuerza, que acababa de usar para violentarme, parecía haber desaparecido. Fruncí el ceño desconcertada.

-¿Qué coño te pasa?

Soltó una risita mientras las lágrimas trazaban regueros negros en su cutis. Se agarró con una mano trémula el brazo izquierdo, repentinamente lánguido, y se balanceó mirando al suelo.

-¿Por qué me odias?

La pregunta sonó como un tiro entre las dos. Al principio no tenía sentido. Luego...

-Tú me has hecho daño. Llevas años puteándome. ¿Qué esperas que...?

-¡Mírame a la cara!

Ni siquiera en un momento así habría dejado inconscientemente de obedecerla. Yo la había mirado así de cerca, más cerca, a los ojos, un millón de veces. Odiándola. Deseándola. Pero conocía ese rostro demasiado bien. Había algo que había olvidado.

Debajo de su piel de hielo, de sus ojos opalinos y de su sonrisa sardónica y monstruosa, de su belleza diabólica, se escondían del mundo unos rasgos vulgares. Vagué por la curva de sus cejas y el hueco de su mandíbula, y la arruga de su entrecejo. Y la verdad me inundó como si fuera hielo en el estómago.

-¡Soy tú! -exclamó, inclinándose hacia mí-. ¡Te hago daño porque tú me odias! ¡Te haces daño porque tú te odias! Y si me odias... yo...

Tragué saliva, ardiendo de vergüenza. Miré al charco de sangre que rodeaba mi cintura, donde me habían arrancado las piernas. Ya empezaba a coagular.

Todo cuanto odio.

Todo cuanto deseo.

Es lo mismo...

Ya había vuelto al comienzo.

Un sollozo se escapó de mi nariz. Me maldije interminablemente mientras, cruzando los brazos sobre el pecho, asía los hombros de mi vestido y tiraba hasta rasgarlo por el medio. Como mi corazón. Quedé expuesta, y dentro de mi cuerpo desnudo vibraba algo eléctrico, como el cielo blanco antes de una tormenta. Alcé mi mirada. Ella volvía a reír con crueldad, porque sabía lo que iba a pasar, las dos lo sabíamos. Sin embargo, yo no me atreví a sonreír.

Sonreír... asumir...

-A mí -murmuré.

Se clavó en mí con un rugido y yo grité, humillada, como siempre. Traté de no mirar, de alejarme de allí, para ceder al menos con dignidad, pero no pude sustraerme a sus sucios corcoveos rajándome con la mitad, encendiendo mi cuerpo sin él quererlo, cadenciosa, insoportable, placentera. ¿Sucios?

La miré sorprendida. Sus ojos blancos me contemplaron con un hieratismo que se desmentía a sí mismo, con una solemnidad que se teñía de dulzura en la caída de la cabeza y en el florecer de los labios. Su aliento me bajó por la garganta y un relámpago de ansia brotó de mi cuerpo mutilado.

-Yo soy tu anhelo de vivir -me susurró, hundiéndose hasta lo más profundo de mi piel-. Yo soy tu energía incontenible, la furia de tus apetitos, la delicia de tu odio. Si me temes, acabaré matándote. Si me amas..
.-...seré todo cuanto el mundo ha puesto en ti... -completé, sintiendo en mis deseos de ceñir su cintura que pronto volvería a caminar. Alcé las caderas y curvé mi cuerpo, atravesándome a Ella. Algo había cambiado. Sonreí.
Sonreír... asumir...
Abrí los brazos en cruz, y de mi garganta escapó una larga y salvaje carcajada.


E. de Belsan

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